jueves, 9 de enero de 2014

EMPERATRIZ DEL MUNDO (Imperatrix mundi), 1ª parte

Su mirada se quedó clavada en la pulpa de aquel higo que acababa de abrir con pulso trémulo. Sus uñas, largas y ligeramente corvas, amarilleadas por el tiempo, se habían ensuciado con el dulce y viscoso jugo de la fruta, y el interior de ésta, con sus vellosidades carmesíes, le recordó la masa sanguinolenta en que aquella ominosa Guardia Pretoriana había convertido a la carne de su carne, si bien sabía que era un mal necesario que ella misma, muy a su pesar, había propiciado.

Soltó el fruto con desdén y éste se estrelló contra el pavimento, quedándose adherido parcialmente a él, tal era su grado de madurez. Julia levantó la vista durante unos segundos para fijarse en el esclavo sumiller que se acercaba presto a rellenar su áurea copa. De modo casi inconsciente le hizo un gesto negativo meneando la cabeza y, entornando lentamente los párpados, volvió a ensimismarse en el higo reventado contra el marmóreo solado. Ahí estaba él, fútil, insignificante, derramando su fragante néctar sobre el opus sectile verde y grana de perfecta y armónica geometría.

Rememoró entonces las idílicas imágenes de los tiempos felices, cuando sus hijas, las dos Julias, aún eran pequeñas y su marido, Julio Avito, todavía no había alcanzado el rango de cónsul y ejercía de esposo y padre afectuoso. Qué hermosas eran sus niñas, cuánta vitalidad había en aquellas pequeñuelas vivarachas y traviesas que correteaban arriba y abajo por las amplias estancias de su suntuosa domus romana. Cómo añoraba también su casa natal de Emesa, en Siria, una villa suburbana tan luminosa, tan clara…y sobre todo, aquel mosaico tan primoroso que su padre, Julio Bassiano, había encargado a unos afamados artesanos, oriundos de Cartago, para decorar el triclinium familiar. El motivo central, con la diosa Anfitrite cabalgando sobre un delfín, se mantenía vivo en su memoria como tantos y tantos recuerdos de tiempos en los que la paz y la calma no hacían presagiar el intenso y azaroso ajetreo con que se desarrollaría su ulterior existencia. Cuán deliciosa era aquella vida provinciana, sencilla y campechana, desprovista del fasto mundano de la matrona imperial en la que se había convertido por méritos propios.

La luz asiática que la vio crecer se cubrió de sombras en su mente, cuando recordó momentos más infaustos: la conspiración que hubo de llevar a cabo para terminar de una vez por todas con las excentricidades de su nieto, que a punto estuvieron de llevar a su familia y a todo el Imperio a la bancarrota. No podía permitirlo, por más que amase a su descendiente, un bello efebo que había perdido el norte.

—El pobrecito no sabía lo que quería, tanto poder a tan temprana edad le había trastornado —se decía-—. Pero lo peor de todo era su cabezonería, era tan testarudo que se obcecaba en aquellos rituales religiosos absurdos. ¡Pero si ya nadie podía rendir culto a ninguna deidad más que a él y a su dichoso Deus Sol Invictus!

Ella misma había adorado a esta divinidad exótica, demiurgo de su ciudad, Emesa, cuando aún portaba su nombre original: El Gabal. Mas su nieto había llevado las cosas a extremos insospechados, no sólo se había autoproclamado sumo sacerdote de la nueva religión, sino que subyugaba a todo el Imperio con el culto exclusivo a este dios solar. Y ella sabía que eso estaba generando antipatías contra su persona y, por ende, contra su dinastía.


Pintura: "Unconscious rivals" (Rivales inconscientes), 1893, Sir Lawrence Alma-Tadema.
Escultura: busto de Julia Maesa.

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EMPERATRIZ DEL MUNDO (Imperatrix mundi), 2ª parte



-Todo el día con esas estupideces- se repetía.- Y mi hija Julia Soemia también le apoyaba en sus extravagancias y locuras, hasta en sus orgías multitudinarias le seguía, cosa nunca vista desde los tiempos del depravado Calígula. Madre e hijo eran tal para cual. ¿Acaso yo y sólo yo soy la única persona sensata y cabal de esta familia? ¿Por qué no han heredado ellos mi inteligencia y mis dotes para la política y los asuntos de estado, por qué?- se preguntaba una y otra vez.

Ni qué decir de la antipatía que sentía por las esposas y amantes que su nieto se había echado: la vestal, con el escándalo y las repercusiones, a todos los niveles, que supusieron sus primeras nupcias con ella, la viuda, el auriga, el atleta…y tantos y tantos otros amantes ocasionales a los que el emperador Heliogábalo, convenientemente maquillado cual fémina, y envuelto en sedas que prontamente hacía caer a sus pies, entregaba su cuerpo noche tras noche, a veces incluso a cambio de unos miserables denarios, como si de una vulgar meretriz se tratase... La ridiculez a la que llegaba aquel degenerado adolescente no tenía límites, así como tampoco los tenía su crueldad, la cual alcanzaba las cotas más elevadas precisamente cuando intentaba hacerse el simpático, el gracioso, e invitaba a cuanto patricio se le cruzaba en el camino a banquetes donde los manjares que se servían contenían excrementos o insectos ponzoñosos, o cuando no, los asfixiaba con el dulce aroma de millones de pétalos de rosas y violetas vertidos sobre ellos.

-¿Cómo podían ser tan diferentes mis dos nietos? ¿Por qué Vario era el polo opuesto de Alejandro, en virtud de qué diferían tanto? - volvía a interrogarse la abuela.

Vario Avito, que tomaría el nombre de Marco Aurelio Antonino, para posteriormente mutarlo por Heliogábalo, era un muchacho alocado, mercurial y amoral, que gozaba con escandalizar al pueblo y al senado con sus costumbres licenciosas, con su bisexualidad desinhibida y desenfrenada, y lo peor de todo: escapaba al control de su yaya, a su dominio, ya no había manera de hacerle entrar en razón respecto a cualquier tema sugerido por la matriarca del clan. Era demasiado independiente y libertino. Roma ya no le aceptaba como su Imperator Caesar Augustus, y su abuela Julia Maesa, tampoco. Sin embargo, su primo Alejandro Bassiano, entronizado después como Marco Aurelio Severo Alejandro (aunque más conocido como Alejandro Severo), era justo lo contrario, de carácter afable y pacífico, era su docilidad la característica por la que su abuela había vuelto sus ojos hacia él.

-Sí, sin lugar a dudas, mi decisión ha sido la correcta - se decía para sus adentros Julia Maesa mientras asentía con la cabeza sin darse cuenta. 


Intentaba alejar de sí los fantasmas de la duda y el remordimiento. Ella había instigado aquel complot para derrocar a su díscolo nieto Heliogábalo y sustituirle por Alejandro, a todas luces más sumiso y obediente. Pero, aún así, no esperaba un final tan trágico y cruento. Aquello se le había escapado de las manos, aunque no era culpa suya, no, no lo era - insistía en su fuero interno - los responsables del crimen eran los pretorios causantes de la matanza. Ellos y sólo ellos eran los culpables, ella no había hecho más que lo que consideraba un bien para Roma y para su dinastía: los Severos. El sacrificio de los suyos era justo y necesario, pero ensañarse así con los cadáveres, ya lo consideraba denigrante.

-¿Por qué habían tenido que decapitarles y descuartizarles? Y por si fuese poco, arrastrar después sus restos mortales por las calles, como si de perros se tratase, y arrojar los de su joven Heliogábalo a las aguas del Tíber. Como si no hubiese sido suficientemente humillante para un emperador haberle asesinado entre las heces de una letrina … ¿No se percataban esos pretorios que estaban mancillando sangre patricia, más aún, sangre imperial? Eso nunca se lo perdonaría a esos infames y espurios asesinos, pero... por ahora era más conveniente callar, no fuese que los ánimos volviesen a crisparse contra los miembros de su familia.

Tenía que velar por el futuro de la hija y del nieto que aún le quedaban, de él, de su joven Alejandro, casi un niño, ungido ya emperador, sería la gloria. De ella, de Julia Maesa... ¡sólo el poder!

Levantó sus penetrantes ojos negros del fruto que yacía despachurrado en el suelo, y sonrió levemente al senador que tenía enfrente y que intentaba establecer un diálogo con ella. Era inútil, Julia no le escuchaba, continuaba absorta, inmersa en sus pensamientos más profundos; había reparado en la felicidad que le procuraba la tenencia de tan extraordinaria prerrogativa, y notaba cómo un sentimiento de euforia se apoderaba de ella, ascendiendo a través de su interior de forma desmesurada. De pronto, su sonrisa se dilató al extremo hasta estallar en una súbita y sonora carcajada. Estaba radiante, en esos instantes volvió a sentirse la emperatriz del mundo.

FIN.


NOTA BIOGRÁFICA: La Augusta Julia Maesa o Mesa (Emesa, Siria, 165 - Roma, 224 d.n.e.), fue la primera mujer admitida como senadora romana (junto con su hija Julia Soemia). Conspiró para derrocar al emperador Macrino y conseguir el trono para el mayor de sus nietos. Fue también cuñada de un emperador, Septimio Severo, tía de otro, Caracalla, y abuela de los dos últimos de la dinastía Severa: el controvertido Heliogábalo y su primo Alejandro Severo. Su hija, Julia Soemia y el hijo de ésta, Heliogábalo, fueron asesinados, muy probablemente, por incitación suya. Su otra hija, Julia Avita Mamea y su nieto, Alejandro Severo, también resultaron muertos durante un motín en Germania. Julia Maesa feneció durante el reinado de Alejandro, siendo proclamada diosa por el senado y por el pueblo de Roma y consagrada como tal por su nieto.

Pintura: "Las rosas de Heliogábalo", 1888, Sir Lawrence Alma-Tadema.

Escultura: busto del emperador romano Heliogábalo.

La autora del relato posando ante la escultura del emperador romano Alejandro Severo, procedente de las Termas de Caracalla de Roma y expuesta en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

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viernes, 3 de enero de 2014

"ESTAMPA NAPOLITANA", 1ª parte

Cejijunto, de rostro atezado y mandíbula prognática, con el sombrero de fieltro negro calado hasta el límite de su angosta frente, y aquella verborrea de charlatán de feria que le caracterizaba, Tomassino Espósito se despedía de su esposa con mil y una palabras, como si le acongojase dejarla sola y condenada al mutismo más absoluto durante toda la jornada, puesto que el cielo no les había otorgado la bendición de una prole que la consolase con su compañía.

Había salido de su casa con el nacimiento de la aurora, cuando la bóveda celeste resplandecía tornasolada por el albor del día. Mientras pedaleaba a buen ritmo a lomos de su vieja bicicleta, entonaba una cancioncilla popular napolitana -Jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja', jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja'. Funiculí funiculá, funiculí funiculá, 'ncoppa jammo ja', funiculí funiculá - y a ratos fruncía el ceño al levantar la mirada hacia los cirros y cúmulos nubosos que, como caracolas rojizas, dibujaban estelas estriadas que rebrillaban con el áureo fulgor del astro rey.

Tomassino moraba en una humilde casucha de un pequeño pueblo de la Costa Amalfitana, un pueblecito colgado del acantilado y acunado por el arrullo de las amorosas olas del Tirreno. Su madre, natural de Positano, fue quien le introdujo en las sabias artes de la gastronomía tradicional. De ella, que de soltera había trabajado como cocinera para una de las familias nobles de la comarca, fue de quien heredó Tomassino su buen hacer ante los fogones.

Saludaba alegremente a cuanto vecino encontraba en el camino, y sonreía a la par que cantaba, aunque esto último a veces se lo dificultase el resuello. Era Tomassino un hombre jovial, cuyo físico poco agraciado no se correspondía con el encanto que emanaba de su alma, dotada de una afabilidad y una benignidad propias de las personas sencillas y bienintencionadas.

Tenía por costumbre santiguarse cuando avistaba el Vesubio en el horizonte, tras franquear la primera curva de la pedregosa pista por la que transitaba, a escasa distancia de su morada. Recordaba la violenta erupción que hacía pocos años había asolado poblaciones relativamente cercanas a la suya, justamente cuando todo parecía estar retornando a la calma, a la ansiada paz.

Y también tenía siempre presente lo que su maestro, Don Vittorio Brizzi, le había explicado durante una de las contadas ocasiones en las que le había sido posible acudir a la escuela a lo largo de su infancia. Les había hablado, a él y a los demás niños, de los antiguos romanos, de unas gentes, antepasados suyos, que no vestían chaquetas ni pantalones, sino unas túnicas y unas togas blancas enrolladas alrededor del cuerpo, y que no cubrían sus testas con sombreros, sino que las lucían desnudas, como desnudas también retrataban a sus diosas y mujeres en increíbles y realistas esculturas, con aquella carnalidad lúbrica y lasciva que Tomassino había visto en unas ilustraciones y fotografías que su profesor les había mostrado y que, sin dar crédito a lo que sus ojos veían, le habían parecido lo más bonito del mundo, lo más deseable, aquella perfección que le hacía entonces anhelar crecer, hacerse mayor y conseguir como compañera una fémina con semejantes atributos.


Pintura: "Vista del Golfo de Nápoles", Teodoro Duclere  (1815 - 1869).

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