miércoles, 30 de mayo de 2012

"ESTAMPA NAPOLITANA", 5ª parte



Don Luciano tomó nota del pedido de la mesa tres, de la mesa de Sofía, y se la pasó a Tomassino, quien se dispuso a realizar los platos encargados como si la vida le fuera en ello. Sirvió unos antipasti en las fuentes más bonitas con que contaba la vajilla del restaurante, y los decoró con esmero para mayor agrado de su amada. La hija de Don Luciano, Silvana, una joven rubicunda y vigorosa, intentó llevarlos a la mesa de Sofía no sin antes forcejear con Tomassino y ganar éste la disputa.

Salía Tomassino portando una bandeja con los antipasti variados para Sofía, cuando vio llegar y tomar asiento, ante la mesa dos de la terraza, a Don Mario Pagano, el hombre a quien él y su familia tanto debían. Era éste un varón de mediana edad, de cabellos entrecanos y porte distinguido, alto, delgado, y vestido con un traje negro entreverado con finas rayas blancas. Una camisa de seda, la corbata negra y el sombrero de fieltro, también negro, le aportaban un donaire difícil de superar por los presentes. Le acompañaban sus dos hombres de confianza, fornidos, hercúleos, luciendo indumentarias casi tan exquisitas como la suya.

El dueño de la pizzería, Don Luciano, se apresuró a retirarles las sillas en un gesto de estudiado servilismo, mientras sonreía parca y nerviosamente. Tomassino les saludó, asimismo, con otra sonrisa que más bien semejaba una mueca, y con un leve movimiento de cabeza de signo afirmativo. Estaba habituado a recibir a Don Mario a diario, pero no por ello se aclimataba a aquel ambiente de tensión que permanecía latente mientras Don Mario y sus gángsteres continuasen allí.

Don Mario Pagano era un capo de la Camorra, oriundo de Boscoreale, que se había enseñoreado con el control del contrabando y todo el tráfico de índole delictivo de la ciudad. Había pocos clanes que se atreviesen a hacerle frente, de hecho, él era en aquellos momentos el dueño y señor de Nápoles. Aún así, Don Mario se mantenía fiel a su pasado, y pese a su altanería y arrogancia, frecuentaba la humilde pizzería donde su padre, un indigente pobre de solemnidad, había obtenido tantas y tantas refacciones gratuitas por mor del piadoso corazón de Vicenzo di Stefano, el malogrado ascendiente de Don Luciano.

Don Mario, como de costumbre, pidió una botella de "Lachryma Christi" mientras hojeaba el papel que, a modo de carta, presentaba el escueto, pero sabroso, menú que la pizzería ofertaba para el día. La joven Silvana le escanció el vino en una copa de cristal de Bohemia, de la cristalería que se utilizaba para uso exclusivo suyo. A Don Mario, acostumbrado a ver mujeres hermosas, le agradaba que le sirviese las viandas Silvana, la risueña hija de Don Luciano. Le gustaban las muchachas vivarachas, y Silvana lo era, sin lugar a dudas, y además poseía un gran atractivo sexual: era una jovencita pelirroja de caderas anchas, nalgas prominentes, y sus senos, rotundos y firmes, se bamboleaban arriba y abajo al compás de sus movimientos. Cuando Silvana se acercaba con las manos ocupadas por platos y bandejas, él, pícaramente, aprovechaba a pellizcarla en el trasero, cuidando de que el padre de la chica no le viese para no afrentarle, y cada vez que ella se inclinaba sobre la mesa para servirle, deslizaba los ojos, sin la menor pudicia, por la abertura de la blusa de la muchacha, acertando a vislumbrar, a veces, un travieso pezón que se moviese libre de la atadura de  sostén alguno, por entre la vaporosa tela.

Don Mario les hacía guiños de complicidad a sus matones sobre la ingenua adolescente, entre bromas veladas y risotadas que denotaba13n su deseo por poseer y desflorar a la púber. Sólo había algo que refrenaba los más bajos instintos de aquel hombre que manejaba también el negocio de la prostitución de toda la urbe, y ese algo era la gratitud que le adeudaba a la familia de Don Luciano por el trato tan humanitario que le habían proporcionado a su progenitor cuando éste más lo necesitaba.

Pintura: "Chica con un nido"  (1869), Charles Chaplin, Museo de Bellas Artes de Lyon, Francia.

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