miércoles, 30 de junio de 2010

"EL CORAZÓN DEL TUAREG", 1ª parte

Observo la palma de mi mano surcada por un planisferio de líneas: de la vida, de la muerte, del corazón, de la mente… todo un atlas universal de arrugas y pliegues  engurruñados, estriados, fruncidos… Montes, circos, valles…una variada orografía que se extiende, escasamente, a lo largo y ancho de una cuarta.

Tomo un puñado de arena y consiento que se escurra por entre mis dedos. Aquilato su peso a medida que va cayendo, atraída por las fuerzas del centro de la Tierra. Esta plúmbea arena es dorada como sus ancestros: la mica y el feldespato, e hija predilecta del translúcido cuarzo. Paso las horas muertas contemplando cómo se desliza, una y otra vez, resbalando furtivamente por las articulaciones de mi diestra.

A veces, ensimismado en esta nimia tarea, olvido que sobre mi turbante índigo el cielo es más azul y sol más ardiente. Olvido incluso las crestas de las dunas, que, como lomos de dragones malheridos, se retuercen convulsamente curvándose cual sierpes; y omito recordar la huella zigzagueante que deja tras de sí la fría víbora, al avanzar duna arriba, al retroceder duna abajo…

¿Dónde estás mi querida patria, mi bien amada? Que no te hallo ni en mis ensoñaciones, que no te encuentro ni en los versículos que leo y releo todos los atardeceres, antes de que el ígneo sol ceda paso a las argénteas estrellas.

Así estoy, absorto, embebido en mis pensamientos, casi en estado de trance, cuando escucho la dulce voz de mi esposa Yassmine, cuyo nombre le fue asignado aludiendo a la blanca flor de intenso y embriagador perfume. No en vano, mi Yassmine era tan arrebatadora como la más fragante de las flores y tan cautivadora como el terciopelo de sus pétalos.

Ella me llama ahora para que le prepare el té. Todos los días, a diferentes horarios, pero con una mayor calma y sosiego en los momentos que preceden al crepúsculo, yo le escancio un té verde, aromatizado a la menta, hirviente, con una espuma burbujeante que le recuerda la de las olas marinas que un día vio en Essaouira.

Mi adorada Yassmine no era una nómada como yo. La conocí en un ksar marroquí, al pie de la cordillera del Atlas; una fortaleza roja, de tierra y cal apisonadas, que encerraba a su amparo frescos muros de adobe elevados sobre altas torres. Cuando la vi por vez primera, mi corazón experimentó un vuelco, supe de pronto que el amor había tocado a mi puerta. Era una muchacha frágil y hermosa, de piel lustrosa y azafranada, con los ojos cual luceros y los labios de amapola. Un ligero velo blanco le cubría la testa, sin demasiado cuidado, permitiendo vislumbrar el nacimiento de sus brunos cabellos, engalanados estos con una tiara de monedas de plata y cuentas de ébano que pendían de su frente como se escurre el caudal de un río hecho ya torrente cuando se precipita, cual descontrolada cascada, por insondables abismos.

Así se despeñaron mi seguridad y mi aliento cuando la tuve ante mí; no pude por más que contenerlo admirado ante la belleza de un rostro tan delicado, de una finura sin parangón alguno. A lo largo de mis por entonces dieciocho años, había visto muchachas con la cara descubierta y a algunas las había encontrado preciosas, pero ninguna como Yassmine, ninguna poseía la esencia de un ser celestial engendrado como humano.

Era una mujer moderna y avanzada para su época, esta mi Yassmine. Hasta poseía algunos estudios y ejercía de maestra para las niñas y los varoncitos pequeños de la población, aquéllos que aún no habían ingresado, por edad o vocación, en una madrasa o escuela coránica. Y es que su carácter también iba parejo con su hermosura: era sensible, bondadosa y abnegada a la par que alegre y candorosa como la flor de la cual portaba el nombre. Frisaba ya los dieciséis años y sin embargo su fuerza interior era la de una mujer madura, mientras que su ingenuidad era la propia de una cándida criatura.

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Pintura: "Unfolding the holy flag"  (Desplegando la bandera santa), 1876, Jean - León Gérôme
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martes, 29 de junio de 2010

"EL CORAZÓN DEL TUAREG", 2ª parte

Recuerdo que Yassmine clavó en mí su mirada según pasé junto a ella, a pie y asiendo las bridas de mi exhausto dromedario. Se fijó sobre todo en mis ojos, que siempre los he tenido profundos y penetrantes, y quizás también llamase su atención mi apostura. Durante mi mocedad y hasta hace bien poco, lucía una figura gallarda y apolínea. Mi buena talla y fortaleza física solían atraer hacia mi persona el interés de las féminas de toda raza y condición. No obstante, era una verdadera lástima que, debido a las tradiciones inherentes a mi origen étnico, hubiera de llevar siempre en público el rostro embozado y se perdieran las mujeres gozar del viril atractivo de mis rasgos, máxime cuando mi boca era realmente agraciada, tanto por los labios carnosos y bien trazados, como por la dentadura que escondía: nívea y correctamente alineada. Remataban la gracia de mis facciones, unos pómulos marcados y un óvalo armonioso, concluido éste en un mentón partido que me proporcionaba un aire aún más masculino si cabía.

Como ya digo, la pena es que tales encantos permaneciesen ocultos a las miradas femeninas, si bien mis ojos, subrayados sempiternamente con la negrura del khol, y mi porte donoso, ya de por sí las atraían. Y eso me congratulaba enormemente, pues a pesar de los preceptos religiosos, mi corazón se azoraba ante la presencia de una mujer bella, sólo intuir su silueta bajo los vaporosos velos, presentir sus formas desnudas apenas rozadas por la suavidad de la liviana tela y la sangre me hervía en las venas con el frenesí de un alazán a punto de montar una yegua.

Siempre he sido un macho ardiente, aunque, desde que el cielo me concedió la ventura de conocer a la que después sería mi mujer, nunca más volví a desear a hembra alguna que no fuese ella. Me sobrecogía de tal manera ante la visión de su cuerpo desnudo: menudo, sensual y voluptuoso, que todo mi universo giraba en torno suyo. Yassmine era mi hurí en la Tierra, no precisaba morirme y ascender al Paraíso para gozar de ella. Allí la tenía, ante mí, la más sublime de las beldades, con aquella sonrisa untuosa, de manteca y miel, que me derretía, que me convertía en su manso esclavo cada vez que acariciaba su sedosa piel o besaba sus turgentes pechos, coronados por oscuras y grandes areolas que festoneaban los apuntados pezones.

Ya desde el primer encuentro, desde que coincidimos bajo la puerta de la muralla de su Ksar, y nuestros ojos se cruzaron, supe que aquella joven, casi una niña, sería para mí. Y desde entonces luché contra todo y contra todos por conseguirla, teniendo siempre en mi mente el deseo vivo de hacerla mía en cuanto pudiese desposarla, pues por nada pretendía yo, amándola como la amaba, deshonrarla.

A partir del inicio de nuestra relación, comencé a imaginármela libre de velos y ropajes y fantaseaba, con lujuria desmedida, con encontrarme yaciendo entre sus cálidos y húmedos muslos, bañado en sudor y poseyéndola una y otra vez, apasionadamente, al ritmo de mi jadeante respiración o libando con fruición el sabroso néctar que manaba de sus entrañas merced a nuestra desorbitada concupiscencia. Mi mente y mi cuerpo llegaban a tal extremo de excitación cuando estaba en su presencia, que me costaba refrenarme, e, incapaz de hacerlo, acudía a trucos varios para escapar a mi libidinoso estado y reducir en lo posible la desmesurada lubricidad que su sola visión me provocaba, avergonzado ante ella de presentar tales indicios de lascivia e impudicia.

Algunos de aquellos trucos consistían en recurrir a inocentes recuerdos pueriles, tales como contar mentalmente los camellos de mi padre o recordar las mil y una peripecias acontecidas durante mi infancia. Cuando todo esto fallaba, recurría a la religión como contrapunto a la expresa carnalidad de mi deseo y repasaba las palabras que había escuchado en el último sermón del imán de turno, dado que un nómada como yo acudía acá y acullá a la mezquita que tuviese más cercana.

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Pintura: "A moorish bath" o "Turkish woman bathing"  ("Un baño morisco" o "Mujer turca bañándose"), 1870, Jean-León Gérôme.
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domingo, 27 de junio de 2010

"EL CORAZÓN DEL TUAREG", 3ª parte

Mi amada esposa Yassmine me espera en nuestra jaima para que le sirva, tan ceremoniosamente como siempre suelo hacer, el fragante té. Antes la he visto extraer, de un pequeño baúl, los vasitos que guarda para las ocasiones especiales. Son de vidrio coloreado en tonos muy vivos y decorados con unos ingenuos motivos florales. Y es que hoy es un gran día: por fin ha venido a visitarnos nuestro primogénito Yussuf. El mayor de nuestros seis hijos ha llegado hace apenas unas horas, procedente de París, ciudad en la que reside desde hace muchos años. A veces nos visita en compañía de su mujer y sus dos niños, pero esta vez lo ha hecho solo y aunque pasamos pena por no ver a nuestros preciosos nietos, su sola presencia nos reconforta.

Todos nuestros hijos y nietos sufren una dolorosa diáspora, el exilio penoso y obligatorio de aquéllos que, por no tener, no tienen ni siquiera patria. ¡Cuán dura es la vida del desierto…! Pero cuánto más amarga y lacerante es la vida cuando no hay ni arena, ni la visión de las infinitas y serpenteantes dunas ante una paupérrima jaima…Y es que sólo hambre y miseria, y desesperación eterna, esperan a nuestro pueblo, a ese pueblo del que nadie ya se acuerda, que parece que ni existe…al pueblo saharaui.

Y pensar que un día fuimos amos y señores del desierto…que nada ni nadie doblegaba a los hombres y mujeres de azul, a los que vivían según sus propias leyes y conceptos, enarbolando la bandera de su libertad…Pero ahora la triste realidad nos aboca a la condición de mendigos, mendigos de tierra y pan, de arena y agua que nos permitan la supervivencia y sino…¿qué nos queda? La diáspora como única salida, el desmembramiento de nuestras familias, de nuestras tribus y clanes, de nuestra sociedad y por ende, de nuestra cultura. Toda una lección histórica de renuncias y, sobre todo, de ceguera, de ofuscada ceguera por parte del resto de la humanidad, que permite tales atropellos sin el más leve pestañeo.

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Pintura: "El dúo", Gyula Tornai  (1861-1928).

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viernes, 25 de junio de 2010

"EL CORAZÓN DEL TUAREG", 4ª parte

Mi amada Yassmine sabe como nadie de lo que hablo y sabe de renuncias, porque ella hubo de renunciar a los suyos y a su tierra para seguirme, por amor, por el más puro y excelso amor de cuantos hayan existido. Y ella, una marroquí en tiempos de la Marcha Verde, tuvo que tomar partido por el bando del hombre al que amaba, en contra de las disposiciones de su familia y hubo de huir en plena noche para reunirse conmigo. Toda nuestra ulterior existencia en común estuvo marcada por la guerra y las necesidades económicas.  Nuestros hijos iban naciendo sin la presencia de su padre, puesto que yo comandaba una célula del Frente Polisario y sólo en contadas ocasiones podía reunirme con ella y amarla como sólo sabía amarla: en cuerpo y alma.

Fruto de aquellos esporádicos encuentros amorosos, nacían las criaturas que colmaban de felicidad nuestras austeras y severas vidas. Esos retoños a los que mi esposa criaba con denodado sacrificio, eran el motivo que nos impulsaba a seguir, a continuar luchando, porque ellos, el fruto de nuestra ardiente pasión, eran el futuro por el que no se debía regatear ningún esfuerzo.

Y al final… ¿para qué? Tanto Yassmine como yo ya somos dos ancianos y nuestros hijos han tenido que buscarse la vida a miles de kilómetros de nosotros, privándonos de su presencia, de su deseada compañía. Nuestra existencia no ha sido fácil, no, no lo ha sido, pero aun así, no renunciaría a ninguno de los momentos vividos al lado de mi amada, de mi hermosa hurí, de mi Yassmine…

Ni siquiera las mil y una dificultades y vicisitudes vividas, ni el cruel e inexorable tiempo, que han arado la otrora tersa piel de mi adorada Yassmine, con la  indeleble huella de decenas de profundos surcos, han podido apagar el intenso brillo de su mirada. Sus ojos aún lucen el esplendor del pasado sobre esa tenue raya de khol que, cual oscuro lindero, les infunde la profundidad de toda una vida pletórica de emoción y de entrega. Así es la mirada de mi Yassmine: deslumbrante como el fulgor de una rutilante estrella.

Y ahora me voy a servir ese espumante té verde bajo mi humilde jaima y a degustarlo y disfrutar de su penetrante aroma a menta, en compañía de mi muy querido hijo y de mi bien amada Yassmine, la más dulce y exquisita de las flores, que ha sido, en mi penosa vida, una eterna primavera.

 FIN. 

Pinturas:  "A beduin arab"  (Un beduino árabe), 1891, John Singer Sargent.
                 "Camellos en una travesía", 1857, Jean León Gérôme.

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lunes, 22 de marzo de 2010

CONTANDO LOS DÍAS


Depositó su cigarrillo sobre el cenicero atestado de colillas para saborear un sorbo de aquel café azucarado y cargado con el que intentaba ahuyentar el sueño y con él, los fantasmas que solían acompañarle. Volvió a tomar entre sus dedos el cigarro para inhalar de nuevo el humo, como si pretendiese que esa etérea y aromática estela gaseosa llenase su interior y disipase el vacío existencial que en esos momentos sentía. Tecleaba lentamente, con desgana, su vieja “Olivetti”, como si las musas le hubiesen abandonado y fuese incapaz de escribir algo coherente y dotado de sentido, y desechaba, una y otra vez, las cuartillas medio escritas, dejándolas caer al lado de sus pies tras haberlas engurruñado no sin cierta desesperación.

Se levantó y se dirigió hacia la ventana, apartó la cortina y divisó la calle en aquella madrugada húmeda y gris. Un regato corría veloz por el centro de la calzada, como el vestigio que era de la incesante y copiosa lluvia que había caído a lo largo de la noche. Ahora que el cielo comenzaba a clarear y las nubes habían acallado su clamor, ahora que la alborada se tornaba gozosa bajo el rosado resplandor de un tímido sol, recordaba a Montse, desapareciendo de su vida calle abajo, llevándose con ella su mirada del color del mar, aquella mirada que él había amado hasta la saciedad…

Y también recordó cómo, poco tiempo después, había conocido, por mor de la más completa casualidad, tal y como sucede todo en esta vida, a su niña de ojos vivaces, brunos cabellos y tez de nácar. Ni siquiera sabía aún cómo llamarla, sólo sabía que había irrumpido en su existencia inesperadamente, como un torbellino de fuego y pasión, calzada con unos zapatos rojos de charol y enfundada en unas medias de seda, mostrando su cuerpo desnudo sin la menor inhibición ni pudicia, con la misma sinceridad con que le mostraba el corazón…

También ella se había ido calle abajo, iluminada por las luces tornasoladas de otra aurora más cercana, pero, a diferencia de Montse, él sabía que pronto, muy pronto, volvería a ver el brillo de sus expresivos ojos castaños y a libar el dulce néctar de sus labios. Tan sólo contaba los días.

Pintura: "Night geometry" (Geometría nocturna),  Jack Vettriano.

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martes, 23 de febrero de 2010

"LA CANTINA DE LA LEONA" (1º parte)

La Estación Espacial AC-3 se ubica en los confines de nuestro sistema solar, más allá de la órbita del planeta enano Plutón. De forma cilíndrica y con una gravedad muy estable, es lugar de visita ineludible para aquellas naves interestelares que pretenden iniciar su singladura en pos del hiperespacio.

Dichas naves pueden aprovisionarse a fondo en la estación, adquiriendo los más diversos productos necesarios para garantizar un viaje grato y placentero. Varios gigamercados se encargan de satisfacer al más exigente consumidor.

La Estación Espacial AC-3 ofrece también actividades y establecimientos dedicados al ocio, para que los tripulantes y pasajeros de paso empleen su tiempo libre y se diviertan a sus anchas con un amplio abanico de lúdicas posibilidades.

Uno de estos locales que brindan entretenimiento al visitante es "La Cantina De La Leona." De modestas dimensiones, es ante todo un sitio íntimo, agradable, acogedor…

La cantina toma su nombre de una enorme leona del Atlas disecada por algún malévolo taxidermista, que se alza altiva sobre una plataforma de centelleante acero, dominando a la concurrencia. La clientela se agrupa en torno a pequeños veladorcitos circulares, iluminados tenuemente mediante lamparillas de mesa que emergen en el centro de los mismos. Los citados veladores bordean un minúsculo escenario desde el cual algunos artistas deleitan al variopinto público con sus actuaciones.

El tequila corre a raudales cuando Lola sube a ese escenario, enfundada en un ajustadísimo traje negro de charro con las botonaduras de plata. Luce asimismo, un pesado sombrero mexicano con bordados de pedrería, sobre su brillante melena del color del azabache.

Apenas comienza a entonar un corrido, esta mariachi  femenina, recibe ya una primera ovación de los espectadores que abarrotan el garito. Es la estrella indiscutible del lugar y a su vez la propietaria del mismo. Hubo un tiempo en que compartió con su marido la regencia del pequeño cabaret, pero él se fue con otra fémina más joven, dejándola sola, abandonándola a merced de sus incondicionales seguidores. 

Empero Lola no se arredra ante nada, es una mujer fuerte, hecha a sí misma y confía en Tiké, la diosa Fortuna, aquélla que ya le proporcionase la dicha de conocer a su nuevo amado. Un amor inconfesado aún, secreto, que ella guarda celosamente en lo más profundo de su ser.

Y ahora él está ahí, frente a ella, sentado ante una de las mesillas, justo delante del escenario. La mira embelesado, con los ojos húmedos, con los labios entreabiertos, esbozando una ligera sonrisa y aplaude con fuerza, con fiereza, cuando Lola, tras un breve saludo, emite las primeras notas de su canción.

Él también la ama, como amó a otra Lola, a su Dolores, su compañera de tantos años difíciles, mujer de excepción, una de entre un millón... Su Lola tenía los más arrebatadores ojos verdes que él nunca hubiera visto. Una mirada felina, rasgada, hechizante…mas también se fue un día. Partió sin previo aviso a bordo de una embarcación vikinga…
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Pintura: "La gitana durmiente", 1897, Henri Rousseau.

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lunes, 22 de febrero de 2010

"LA CANTINA DE LA LEONA" (2º parte)

Él la siguió en un viaje digno del mismísimo Orfeo, pero, considerando oportuno realizar una escala, recaló en la Estación Espacial AC-3, vagó durante un tiempo indeterminado por callejuelas y callejones, entre el tumultuoso gentío y fue a dar con la puerta entornada de La Cantina De La Leona. La franqueó tras empujarla levemente, quizás animado por el sugerente nombre, los recuerdos de antaño y su amor por la fauna salvaje terrícola, cuando él era guarda del keniata Parque Nacional de Amboseli.

Levantó la vista y ésta se encontró con la imponente figura de la leona, impertérrita, con su aire de reina africana y seguidamente escuchó una voz que parecía provenir de un almacén anexo. Era la de Lola, que le pedía amablemente que abandonase la sala porque aún no estaba abierta al público. Cuando se disponía a irse, ella se arrepintió de su anterior petición y le rogó que se quedase, que le hiciese compañía hasta la hora oficial de apertura.

Entre tragos de mezcal reposado hablaron largamente, sin percatarse siquiera de que la bailarina del vientre egipcia ya se hallaba ejecutando su danza mientras los varones la requebraban con lascivia al avistar sus carnes semidesnudas.

Supo entonces que esta otra Lola, la mariachi, era solamente siete años más joven que él, aunque ni el tiempo ni las vicisitudes de su azarosa existencia habían dejado mella alguna en su nívea piel ni en su carácter de eterna adolescente. De complexión menuda, aunque voluptuosa, sus facciones eran netamente caucasianas, si bien su oscura cabellera y su primer apellido, Ixtlilxochitl, de claro origen nahua, eran herederos de un antepasado paterno, descendiente directo de un soberano chichimeca del México prehispánico, en la madre Tierra.

Durante esas horas de sosegada charla, los hermosos ojos negros de él se clavaron en los dorados de ella y viceversa, surgiendo así la semilla de un enamoramiento clandestino que fue “in crescendo” día tras día.

La nave de él permaneció atracada de forma permanente. Mientras, el hombre ocupaba sus jornadas de asueto en acudir a la cantina para así gozar de la presencia de su nueva amada, la que compartía el mismo nombre, impronunciable para él, que aquélla a quien tanto aún quería.

Cuando Lola, su reciente amor, como ahora estaba haciendo, entonaba sus corridos y rancheras, él la sentía próxima, la amaba con toda la pasión de que era capaz su corazón y por unos momentos se olvidaba de su pérdida y su desdicha para desearla y hacerla suya mentalmente. La desnudaba en sus ensoñaciones, podía adivinar incluso el peso de los rotundos senos de ella debajo de aquel ceñido atuendo. Las creía unas formas casi perfectas, suaves y mullidas semiesferas que le remitían a las cúpulas de la lejana Estambul, cuyas sombras cobijaran a sultanes y odaliscas.

Y era tal ya el amor que sentía por esta nueva Lola, tan distinta y tan idéntica a su Dolores, que el alma se le encogía sólo de pensar en ella. Y era tal el frenesí que Lola experimentaba por él, que se estremecía y comenzaba a temblar cada vez que le tenía delante, como en estos momentos.

Sonaron los últimos acordes de "El Rey" y Lola se quitó el sombrero arrojándoselo a su amado, quien lo recogió al vuelo, lo apretó entre sus manos y percibió el intenso perfume que emanaba de él. Era la fragancia de esta hembra cautivadora que había entrado en su vida como una intrusa y a la que ya no podría renunciar jamás. Ambos se miraron mientras sonaban los aplausos y ella hacía una genuflexión. Se miraron muy profundamente a los ojos y emocionados, las lágrimas, incontenibles, brotaron de ellos.

Más arriba, sobre la fría plataforma, la leona también les observaba con sus vítreas pupilas. Muda testigo de un amor aún no declarado, tal vez imposible, allí, en el postrer lindero de nuestro sistema solar, más allá de un pequeño planeta conocido como Plutón…

FIN

Pintura: "El abrazo del Amor del Universo, la Tierra, Diego, yo, el Sr. Xolotl", 1949, Frida Kahlo.
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jueves, 28 de enero de 2010

"ZHANGMU, EN LA FRONTERA DE TÍBET Y NEPAL", Mayte Dalianegra

Tíbet, el río Lhasa.
A modo de introducción, diré que viajar es la mayor de mis pasiones. Ocupo la mayor parte de mi tiempo libre en clasificar fotografías y vídeos de mi anterior viaje y preparando el siguiente. Esa actividad devuelve a mi mente recuerdos indelebles y me provee también de la emoción de descubrir nuevos paraísos, de encontrar la belleza allá a donde fuere.
Podría ahora escribir sobre algunos de los destinos más divulgados que he visitado, pero ya con anterioridad opté por hacerlo sobre un lugar menos conocido, quizás con la intención de promocionarlo en la medida de mis humildes posibilidades. Mas no es ése exactamente el propósito de este texto, por cuanto que al lugar sobre el que voy a hablar sólo se llega tras haber culminado un periplo por alguno de los dos países con los que conforma frontera. Se trata de la pequeña población de Zhangmu, en el lindero entre el sur del Tíbet y el este de Nepal, en una zona denominada los “Pies del Himalaya”. Ese núcleo y las zonas colindantes son el motivo en torno al cual gira la presente crónica.
China, Beijing, el Templo del Yongue Gong.
Transcurría el verano del año 2008, mi pareja y yo habíamos pasado algo más de una semana en la República Popular China, entre Beijing (Pekín) y Xi’an, y después de saturarnos de ver los curvilíneos tejados de la Ciudad Prohibida, el Palacio de Verano, el Templo del Cielo o el Yongue Gong, entre otros, y de recorrer parte de la celebérrima Gran Muralla, así como de deleitarnos con la visión de pagodas varias y con el espectacular ejército de terracota del primer emperador de China, Qin She Huang-di, nos trasladamos por vía aérea a la Región Autónoma del Tíbet, que, desafortunadamente, también pertenece a China.
Xi'an, los guerreros de terracota del emperador Qin She Huang Di
Permanecimos veinte días en el Tíbet, el llamado y con razón, Techo del Mundo, porque es el lugar de la Tierra donde un ser humano, con los pies bien aferrados al suelo, se siente más próximo a la bóveda celeste. Recalamos en Lhasa, la Ciudad Santa del budismo, no sólo de la fe tántrica tibetana, sino de toda creencia budista, (ya sea Mahayana, Theravada, Vajrayana, Nichiren o Zen). Continuamente llegan a Lhasa oleadas de peregrinos, tanto tibetanos como del resto de Asia. Los primeros hacinados en camiones y autobuses destartalados o a pie y realizando continuas postraciones y los segundos, mayoritariamente en aeronave o autopullman de lujo, puesto que su nivel económico es muy superior.
Tíbet, Lhasa, el Palacio de Potala.
Algunos viajeros occidentales se entremezclan con esta marabunta humana que circunvala el casco urbano, las plazas y los templos, siempre siguiendo el ritual del sentido de las agujas del reloj. Ocasionalmente, algún turista despistado conculca esta sagrada norma incurriendo en un grave sacrilegio que peregrinos y locales castigan sólo con la mirada y con un ligero movimiento de cabeza, tal es el espíritu apacible de este devoto pueblo.
Tíbet, Lhasa, Monasterio de Sera.
Abandonamos Lhasa en dirección sur, siguiendo la ruta de las grandes lamaserías de las cuatro órdenes monásticas tántricas: Kagyupa, Sakyapa, Kadampa y Gelugpa (esta última es la más numerosa y a la que pertenece el controvertido Dalai Lama). Tras la visita de las principales gompas o monasterios y de enclaves más o menos importantes como Tsedang, el Valle de Chongye, el Valle de Yarlung, Gyantsé, Xigatsé, Lhatsé y de avistar paisajes grandiosos, como el de la cadena de los Himalayas con el monte Everest a la cabeza, a cuyo campo base arribamos o del majestuoso Lago Yamdrok, de cristalinas y purísimas aguas turquesa, llegaba el momento de concluir nuestro trayecto por la tierra de Palden Lhamo, una diablesa benéfica y protectora del budismo tibetano, clara herencia de la antigua fe animista Bon.
Tíbet, Gyantse, Monasterio de Pelkor Chode
Nos acercábamos a la zona próxima a la frontera con Nepal, habíamos recorrido infinidad de kilómetros por la llamada “Carretera de la Amistad”, que, para nuestro pesar, se encontraba totalmente bajo labores de ampliación. No nos sorprendía constatar que los trabajadores de la futura autovía eran mayoritariamente de sexo femenino. Menudas y delicadas jóvenes que se dejaban la piel con el pico y la pala por un salario de miseria. Y afirmo que no nos sorprendía, porque ya en Lhasa habíamos tenido ocasión de comprobar que eran ellas quienes se encargaban del peonaje en las obras civiles y públicas, ayudadas por los varones ancianos, mientras que los mancebos se dedicaban a la regalada vida contemplativa de los cenobios.
Tíbet,Gyantsé,  Monasterio de Pelkor Chode con la fortaleza del Dzong al fondo.

A causa de las tareas de ensanche, nos desviaban continuamente por pistas de terracería casi infranqueables, en las que muchos vehículos de tipo turismo y autocares se quedaban embarrancados. Ante semejante perspectiva, dábamos gracias a ese nítido cielo porque el nuestro era un todoterreno y con ello aumentaban las posibilidades de salir de aquella pesadilla. Aun así, no las teníamos todas con nosotros, porque tras repostar en una vetusta gasolinera, sufrimos una avería, debida, sin lugar a dudas, a que el combustible había sido adulterado y que, afortunadamente, fue resuelta, no sin antes hacernos pasar un muy mal momento.
Tíbet, Lago Yamdrok.
Recuerdo que me pasaba todo el tiempo con la mejilla pegada a la ventanilla, admirando embelesada aquel paisaje de indescriptible belleza, hibridado con la Luna: el suave relieve de la meseta, de tonos terrosos mezclados con el verde pajizo de las praderas agostadas por el sol de la canícula… las montañas que circundaban esa meseta, también de matices siena, secas, peladas, desprovistas de vegetación alguna, achatadas, de aristas limadas por el impío viento, redondeadas, evocadoramente femeninas… la Madre Tierra en todo su esplendor… y el firmamento, cercano, protector, tan limpio… tan puro… teñido de azul intenso y surcado por blancas nubes algodonosas, cuyas oníricas formas incitaban mi imaginación.
Tíbet, paisaje cerca de Llatsé.
Desde la población de Tingri se divisaban, al sur, algunos de los grandes picos más sobresalientes de los Himalayas, en cuyas proximidades habíamos tenido ya la inmensa suerte de haber estado. El mencionado Everest, al que los tibetanos veneran como “Madre del Universo”, (“Chomolungma”, en lengua tibetana o “Qomolangma Feng” en chino), y que, como bien es sabido, es el más elevado del planeta, y otros dos “ochomiles” que le hacen estrecha compañía y que forman parte del Macizo del Everest o “Kumbu Himal”: el “Lhotse”, la cuarta montaña más alta del mundo y el “Cho Ollu” o “Diosa Turquesa”, así llamada por el color que se refleja en sus nieves perpetuas cuando los rayos del sol crepuscular inciden sobre ellas. Puedo aseverar que la vista panorámica era absolutamente apoteósica.
Tíbet, Campo Base del Everest.
Nos alojamos en New Tingri, en el mejor hotel, que era, a todas luces, nefasto, aunque los demás estaban aún peor. Echábamos de menos los confortables hoteles de Gyantsé o Xigatsé y cómo no, el Lhasa Hotel, un cuatro estrellas bonito y con solera (ahora hay alguno mejor) pero en el Lhasa, el bar aún está decorado con escenas de “Tintín en el Tíbet” y sirven la única cerveza fría del país de las nieves, donde dicha bebida se toma habitualmente a temperatura ambiente, lo cual en verano, equivale a decir caliente. La marca autóctona más consumida es la homónima de la Ciudad Santa: Lhasa.
Tíbet, rebaño de cabras en el Valle de Yarlung..
En el restaurante del Lhasa Hotel sirven comida occidental, china y tibetana, cuyo plato más típico lo constituyen los “momos”, especie de empanadillas rellenas de carne de yak muy especiada y Tíbet, yaks en el Campo Base del Everestpicante. No obstante, la receta estrella del hotel consiste en una enorme y apetitosa hamburguesa de carne de yak. Nunca he probado fast food tan exquisito, lo único que me amargaba tan sabroso manjar era el recuerdo de los pequeños y robustos yaks pastando por las praderas. ¡Oh, qué lástima! No soy vegetariana, aunque lo fui en un remoto pasado. La mayoría de los budistas lo son, pero los tibetanos no. Ellos consumen carne de yak sin pudor alguno. Sus tierras de cultivo son demasiado escasas, excesivamente yermas, tan sólo la cebada y poca cosa más crece en ellas. La dieta del tibetano de a pie se compone, básicamente, de té salado con manteca de yak y xampa, que es una harina tostada de la citada cebada, que se mezcla con el té. Para las grandes ocasiones, este paupérrimo pueblo, reserva la carne del animal que lo es todo para él: su adorado yak.
Tíbet. yak en el jardín del Monasterio de Samye.
A la mañana siguiente, tras visitar el Monasterio de Pelgyeling con la cueva del asceta Milarepa, el yogui más célebre del Tíbet, perderíamos definitivamente de vista aquellos paisajes desolados, de naturaleza lunar e intenté disfrutarlos hasta el último momento, no permitiendo que de mis ojos brotasen, en modo alguno, las lágrimas. Recordé la célebre cita de Rabindranath Tagore y me dije: después de este sol, vendrán las estrellas, eso es seguro. No me equivoqué.
Tíbet, imagen del Buda Sakyamuni.
Mientras me despedía de la meseta tibetana, tarareaba la versión de los “Green day” del “Boulevard of broken dreams”. Ignoraba por qué evocaba esa melodía insistentemente, pero afloraba a mi memoria y ahora permanece ligada a ese viaje.
Tíbet, Lhasa, alero del Palacio de Potala.
Todavía podíamos observar con cierta frecuencia, banderolas y hasta molinillos de oración colocados en medio de la nada con el único objetivo de esparcir al viento el Mantra de la Compasión: Om Mani Padme Hum, que vendría a significar “que los pétalos de esta flor se abran para que aparezca la joya de mi yo interior”.
Tíbet, banderolas y molinillos de oración cerca de Tingri
Nos aproximábamos a Zhangmu, en la frontera con Nepal y el cambio paisajístico y climático era tan abismal que no me lo podía creer. Lo que antes era árido y estéril, ahora se había convertido en un vergel. Es prácticamente imposible describir con palabras, por hermosas que éstas sean, aquella sensación. Me quedo parca en expresiones que puedan pormenorizar tan sublime espectáculo, tan magistral obra de la naturaleza.Tíbet, cerca de Zhangmu.
Nos internamos en el Cañón del río Bhote, sus escarpadas e inaccesibles paredes se hallaban cubiertas por una frondosa vegetación subtropical salpicada por innumerables cascadas de agua. Era la más soberbia muestra de magnificencia que la madre Tierra nos pudiese brindar.
La carretera bordeaba el mencionado cañón y se adentraba en él zigzagueando a medida que iba descendiendo. Con frecuencia pasábamos bajo una caída de agua que sacudía el vehículo mientras que lo limpiaba del polvo acumulado de los caminos. A ambos lados de la calzada crecían floridas plantas silvestres que aportaban la alegría de una eterna primavera. Su colorido, sus formas, pasaron imperecederamente a habitar en mi memoria. También la remembranza de tan selvático paraje me remite al bíblico Paraíso Perdido.
Zhangmu, la carretera bordeada de flores.
Como contrapartida, el rumor de las pequeñas cataratas era interrumpido y solapado permanentemente por el molesto ruido de motores de los camiones que circulaban en procesión, frontera arriba y abajo. Eran éstos, casi todos, largos larguísimos y se hallaban decorados con figuras y dibujos polícromos de un estilo ingenuo y pueril. Procedían de China o del mismo Tíbet, que también y para su infortunio, es de China. Y cuando hablo de esa desgracia, me refiero al papel invasor y colonizador que esta gran potencia oriental ejerce sobre el pueblo y la cultura tibetanos, tendentes ambos a desaparecer en aras de la globalización.
Tibet, Cañón del Río Bhote.
Por fin llegábamos a la pequeña población fronteriza de Zhangmu, tan diminuta como importante. Antiguamente los tibetanos la denominaban Khasa, pero su estratégico emplazamiento propició que mudase de nombre. El poblado creció ladera arriba flanqueando la eufemísticamente llamada Autopista Transhimaláyica, la cual conformaba la única calle existente. Todas las construcciones se levantaban a ambos lados de esta vía, también llamada Carretera de la Amistad, (aludida con anterioridad), se apoyaban unas encima de otras y colgaban sobre la ladera de la montaña como si se tratasen de las famosas Casas Colgadas de nuestra ibérica Cuenca. Estrechos callejones perpendiculares a la carretera, permitían a los vecinos acceder a la misma y a su vez canalizaban las aguas de las múltiples cascadas.
Tíbet y Nepal, Cañón del río Bhote.
Interminables hileras de camiones aparcados se arrimaban a las fachadas de las humildes edificaciones, obligados por la angosta arteria carente de aceras y el tráfico desmesurado que sobre ella rodaba. Aun así, la vida bullía y por entre los camiones podíamos ver niños jugando y jovencitas lavándose el cabello con las frescas y diáfanas aguas que manaban pendiente abajo.
Pernoctamos en el mejor hospedaje del asentamiento, el Zhangmu Hotel, que actualmente supongo que ya será un alojamiento digno y bonito, pero que por aquel entonces estaba aún a medio reformar, con parte de él rehabilitado y la otra bastante cochambrosa. Por supuesto, la diosa Tiqué no estaba de nuestro lado aquel día y la habitación que nos fue asignada era una de las deslucidas, como correspondía a nuestra condición de viajeros occidentales. Sólo a los transportistas chinos les adjudicaban las mejores, con baños modernos de lavabos encastrados y encimera de mármol. No olvidemos que Zhangmu es el último o el primero, (según se mire), de los pueblos de China antes o después de cruzar la frontera nepalí y aquí, como en todas partes, los “enchufes” también funcionan, así que los ciudadanos de la República Popular China se habían de llevar las de ganar con respecto al resto de los huéspedes.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
El dormitorio era muy amplio, lo mismo que el baño, pero ambos se encontraban deteriorados, desangelados y poco aseados. La única ventaja consistía en un enorme ventanal que nos permitía la contemplación de la exuberante vegetación, tan verde como el jade y de las límpidas aguas descendiendo por las laderas, armoniosa y rítmicamente, como si de un ballet acuático se tratase.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
Anochecía y salimos a pasear con la niebla como compañera. Su húmedo manto cubría ya las cimas de los montes y amenazaba con envolvernos a nosotros también, así que aceleramos el paso y buscamos algún lugar donde cenar. Comprobamos la esencia típicamente fronteriza de Zhangmu, con soldados chinos caminando febrilmente hacia un lado y otro y jóvenes prostitutas a la caza de camioneros y algún que otro turista despistado.
Tras mirar aquí y allá, nos decidimos por un restaurantito chino que estaba contiguo a nuestro hotel. Modesto y de reducidas dimensiones, era, no obstante, pulcro, coqueto y acogedor, así que tomamos mesa enseguida. Unos farolillos hindúes, de tela amarilla y bordados con espejitos, pendían del techo e iluminaban la sala confiriéndole un aire étnico y desenfadado. El resto de la decoración era sencilla pero correcta.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
El restaurante estaba regentado por un joven matrimonio chino y tenían con ellos al vástago nacido de su unión. El pequeño presidía la sala desde un “corralito” infantil que se hallaba situado en el centro de la misma. Los niños chinos son tratados como auténticos príncipes, sobre todo si son de sexo masculino, debido a la política del hijo único que rige en toda China salvo en la Región Autónoma Tibetana, donde las parejas pueden tener hasta familia numerosa, ya que ello contribuye a la colonización del Tíbet por parte de la etnia Han, que es como se denomina genéricamente allí a los nativos de China.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
Paradójicamente, las mesas estaban dispuestas con manteles de hilo y cubertería occidental. Hacía mucho tiempo que no comíamos más que con palillos, porque el confucionismo establece que no se pueden utilizar tenedores y cuchillos para ayudar a deglutir los alimentos, ya que si éstos se “hieren”, ellos, los alimentos, devolverán el mal al comensal “hiriéndole” con una mala digestión (como se puede observar, se trata de una filosofía un tanto vengativa).
Después de deleitarnos con una mezcla de sabores de lo más variopinto: entre rollitos de primavera o arroz tres delicias y hamburguesas de yak con patatas fritas, toda una fusión de la comida rápida de Oriente y Occidente, nos retiramos, dispuestos a descansar a como diera lugar, en nuestra desvencijada habitación.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
A la mañana siguiente nos encontramos con algún que otro problema que solventamos a base de ingenio y de la experiencia adquirida tras muchos años de frecuentar los más diversos alojamientos: la ducha era sólo de agua fría, de tipo teléfono y para colmo, el flexo presentaba una rotura. Pero a grandes males, grandes remedios y una botella de agua mineral ya vacía, de las de plástico y litro y medio de capacidad, cortada por su parte superior, nos sirvió de ayuda para un aseo de emergencia. No nos preocupaba mucho, porque a mediodía teníamos previsto llegar al Valle de Kathmandú y allí nos instalaríamos en el Hotel Hyatt Regency Kathmandú, uno de los mejores de la zona y me atrevería a decir que de los más bonitos en los que he estado. La ducha o el baño caliente tendrían que esperar hasta que estuviésemos en ese hotel de ensueño.
Tíbet, el pueblo de Zhangmu.
El desayuno iba a tono con la escasa calidad del hospedaje. Una vez en la calle nos encontramos con nuestro conductor, un fornido tibetano (cosa infrecuente, ya que los tibetanos son, por lo general, enjutos) y le saludamos a la manera del país, con un “tashi dalai”, a su lado se encontraba nuestro guía de etnia Han e hicimos lo propio con un “nihao”, que viene a significar “hola” en chino.
Tíbet, Lhasa, servidora posando ante el portal de un patio de vecinos. He de reseñar que durante nuestra estancia en Lhasa, la capital del Tíbet, nos desenvolvimos por nuestra cuenta, sin nadie que nos atase, aun cuando nuestro desconocimiento de las lenguas china y tibetana y la ignorancia por parte de los naturales del idioma anglosajón, dificultasen parcialmente nuestros movimientos. No obstante, una vez fuera de Lhasa, las autoridades gubernamentales chinas obligan a turistas y viajeros a hacerse acompañar por un guía, lo cual no era precisamente de nuestro agrado. El absurdo temor de que los occidentales seamos proclives al regreso del Dalai Lama como jefe del estado tibetano, y que eso promovería su escisión del territorio chino, les hace vernos como potenciales terroristas o cuando menos, enemigos de su régimen y nos exigen una y otra vez documentaciones y pases oficiales en la infinidad de puestos de control que se encuentran repartidos por todos los rincones del Tíbet.
Tíbet. Monasterio de Samye, en el Valle de Yarlung.
Nos encaminamos hacia el puesto fronterizo chino. Curiosamente las oficinas aduaneras china y nepalí, se hallan enormemente alejadas, separadas ambas por nueve kilómetros de distancia. Los huéspedes del Hotel Zhangmu gozan del beneplácito de las autoridades y apenas han de cumplimentar impresos, mientras que a quienes se alojan en otros hoteles y albergues se les exigen unas credenciales exhaustivas. La aduana china se ubicaba a escasos metros de nuestro hotel, esperamos una breve cola y no tardamos en ser atendidos.
Tíbet, Monasterio de Tashilumpo.
Una vez concluidos todos los trámites, nuestro todoterreno nos transportó hasta el límite permitido, ya que llegado a un punto, mucho antes de alcanzar el Puente de la Amistad que cruza el tumultuoso río Bhote, los vehículos chinos no pueden entrar en Nepal, del mismo modo que los nepalíes también han de quedarse a un buen trecho del otro extremo. Entonces viajeros y equipajes son apeados y una multitud de lugareños se aproximan, ávidos de ejercer como porteadores. Peleándose unos con otros, regateando el precio a voz en grito y en medio de un frenético alboroto, arrebatan las maletas y demás bultos a viajeros y turistas, que se quedan anonadados ante tal algarabía. Aquellos hombres cargaban con descomunales fardos y con pesados bártulos sobre su dorso, doblándose ante la magnitud de la carga.
Tíbet, monjes del Monasterio de Sakya.
Nos despedimos de nuestro amable chófer, con quien habíamos compartido casi dos semanas de nuestro periplo, con un “adiós” en tibetano: “kalai shu”, le dijimos, puesto que partíamos y él respondió: “kalai pie”, que es lo que dicen los que se quedan. Por su parte, el guía chino nos acompañó a pie hasta el puesto fronterizo de Kodari, un infecto y minúsculo pueblo que constituye el primer (o el último, según de dónde se venga) núcleo nepalí. Tíbet, monje del Monasterio de Tashilumpo.
Kodari era un lugar cuya pavimentación no había sido reparada desde hacía mucho tiempo, con lo cual permanece enlodada todo el año, dado que la humedad extrema es una constante en esa tierra regada por infinidad de pequeños saltos de agua. Porteadores, transportistas y viajeros hundían sus pies en el barro durante un par de kilómetros hasta llegar a la oficina aduanera, sita en un barracón, como todas las demás construcciones de tan deficiente poblado. Fue entonces cuando nuestro guía chino nos dejó en manos de otro nepalí que nos ayudó en las diligencias. Una vez en dicha oficina, media docena de funcionarios se encargaban de entregar los impresos y terminar de cumplimentarlos. Las documentaciones habían sido gestionadas previamente, al igual que las chinas, por una compañía especializada en este tipo de permisos que es contratada a su vez por los mayoristas de viajes o agencias locales.
Tíbet, banderolas de oración.
Con los visados y autorizaciones en nuestro poder, recorrimos el fangoso trayecto que aún quedaba hasta ser recogidos por el coche que nos estaba destinado. Los pobres mozos que acarreaban nuestro equipaje, al fin pudieron verse libres de su peso y enderezar sus maltrechas espaldas al tiempo que cobraban por el fatigoso trabajo desempeñado.
Nepal, gentes de la pequeña población de Kodari
Continuamos descendiendo cañón abajo y contemplamos el espectacular paisaje circundante, tan boscoso, tan maravillosamente feraz… y las miserables casuchas y chozas que se apiñaban en las márgenes de la carretera. Sus moradores, casi todos mujeres y niños, se encontraban ante las entradas de las mismas ocupados en tareas de tipo doméstico o en la charla y el juego. Sus vestimentas coloristas y los hermosos rasgos étnicos de los nepalíes, que no corresponden al tronco mongoloide como el chino o el tibetano, sino al hindú, nos indicaban que ya nos encontrábamos ante otro pueblo y otra cultura bien diferenciados.
Nepal, gentes del pueblo de Kodari.
Tras algunas horas de viaje, transitando por la ubérrima vega del río Bhote, ante plataneros y toda una muestra de exuberante flora subtropical, nos encontramos con búfalos pastando a su albedrío y rebaños de cabras blancas que llamaron nuestra atención por sus largas orejas.
Nepal, cabra en la vega del río Bhote
Nos sentíamos satisfechos por haber llegado ya a la tierra en la que la leyenda sitúa el nacimiento de Siddhartha Gautama, el Buda Gautama o Sakyamuni (para los tibetanos) un príncipe del clan Gautama nacido en Lumbini, en el reino nepalí de Kapilavastu, en el año 563 antes de nuestra era. Este noble se despojó de todas sus riquezas y fundó una filosofía que terminaría por convertirse en una religión y que se extendería por Asia y hoy en día por la casi totalidad del mundo. A nosotros, no siendo creyentes de ninguna religión, nos fascinaba observar el fervor y a su vez la tolerancia de los fieles budistas, en contraposición con los de otras creencias.
Nepal, vega del río Bhote.
Nuestro nuevo guía, que sólo nos acompañaría al próximo hotel y que dominaba a la perfección la lengua de Cervantes (no como el anterior, el chino, que se dirigía a nosotros siempre en inglés) nos invito a realizar una parada ante un chiringuito situado en la orilla de la calzada.
Tíbet, vega del río Bhote.
Desde aquel altozano se divisaba la legendaria ciudad de Kathmandú, enclavada en un amplio valle dominado por los Himalayas. El cielo aparecía cubierto de nubes y la temperatura era suave y agradable, aun estando en pleno estío. Tuvimos la impresión de encontrarnos en nuestra propia casa, dado que, salvando notables diferencias, aquel valle mantenía cierta similitud con el que acoge nuestra ciudad natal: Oviedo. Su verdor, su atmósfera húmeda y nubosa…Sólo la imponente y ciclópea presencia de los Annapurnas revelaba la genuina naturaleza del citado valle, que contiene una suerte de ciudades declaradas como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y cuyo legado histórico-artístico constituye un tesoro de incalculable valor: Kathmandú, Pashupatinath, Patán y Bhaktapur.
Nepal, el Valle de Kathmandú.
Nos sentamos en un banco al lado del mísero quiosco de madera que hacía las veces de bar y nos tomamos un par de Banana Splitzs hechos con leche de búfala y con los plátanos que crecían en el huerto adyacente. La bancada se orientaba hacia el valle y bajo nuestros pies se hallaba el mentado huerto en el que coexistían los más diversos cultivos: plataneros, manzanos, maíz y… ¡cannabis! No en vano, la Cannabis Sativa o planta del cáñamo cultivada, es oriunda de los Himalayas y aunque existen variedades que se destinan específicamente para usos textiles y alimentarios, otras son empleadas por sus propiedades psicoactivas, utilizando las hojas y flores secas, que constituyen la marihuana o la resina, a la que se ha denominado hachís. Fue por ello que los primeros hippies que visitaron estas exóticas tierras trajeron consigo a occidente no sólo las filosofías y religiones orientales, sino también el consumo de estas sustancias a las que en la actualidad aún se las considera como drogas blandas.
Nepal, el río Bhote.
Los Banana Splitzs estaban francamente deliciosos, aunque al principio sentíamos cierta prevención a tomárnoslos y accedimos a hacerlo por compromiso ante el guía, ya que las condiciones higiénicas no nos parecían las más idóneas, pero, afortunadamente, no tuvieron repercusión negativa alguna para nuestra salud.
Nepal, Kathmandú, Durbar Square.
Mi pareja pasó su brazo por mi hombro y acarició mis por entonces trigueños cabellos, ambos nos miramos, sonreímos pletóricos de felicidad y volvimos de nuevo la vista al frente, hacía la impresionante Cordillera de los Annapurnas, los Himalayas más cercanos y después hacia la mítica Kathmandú, el sueño dorado de místicos y bohemios, de montañeros y viajeros en busca de las últimas fronteras. Esa urbe caótica y pintoresca, una de las más hermosas del mundo, nos aguardaba con sus espléndidos templos y palacios de arquitectura newarí, con sus ventanas de madera labradas con minuciosas filigranas y sus vigas decoradas con impúdicas tallas de escenas del Kama Sutra… Pero eso ya será otra historia…
Nepal. Kathmandú, talla erótica de una viga del templo de Viswanath.
Fotografías propias


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