domingo, 3 de junio de 2012

"ESTAMPA NAPOLITANA", 2ª parte



Años más tarde, Tomassino se desengañó y comprobó que las muchachas hermosas de su pueblo, y las de los alrededores, elegían también a los mozos apuestos, o a los que podían mantenerlas y darles buena vida con sus haberes, y para él, feo y pobre como era, quedó, como única alternativa, una de las jóvenes menos atractivas del lugar. Pero no pareció importarle mucho, pues era su Concetta de carácter tan afectuoso y cordial como el suyo propio, y le colmaba de todas las atenciones y placeres que un hombre de su condición pudiera desear.

Cuando el maestro les habló de los romanos de antaño, de los que vestían togados, también les relató que allí cerca habían existido dos ciudades ricas y opulentas, y que un nefasto día, el volcán -cuya silueta ahora aparecía ante sí majestuosa, recortada sobre el firmamento rosa y oro- , se las había tragado, las había sepultado, enterradas vivas bajo un manto de lava y escombros incandescentes; y todas aquellas personas habían perecido de forma horrenda y cruel, sin que nada ni nadie pudiera salvarlas de una muerte segura.

Las elocuentes palabras del maestro impactaron en la mente pueril y frágil del Tomassino niño, y desde entonces experimentaba una extraña sensación de impotencia, de rabia incluso, cuando vislumbraba meramente el contorno del Vesubio, cuya visión se hacía omnipresente a lo largo de toda la bahía; ésta era para él una imagen cuasi demoníaca, perversa, maléfica...

 Le dolían aquellos muertos de las antiguas "Pompeii" y "Herculaneum", o de "Oplontis" y "Stabiae", tanto como los de "San Sebastiano al Vesubio", "Massa di Somma" y "San Giorgio in Cremano", en donde había perdido conocidos, amigos y parientes lejanos. Se afligía por aquellas gentes de tiempos remotos como si fuesen sus abuelos o sus tíos, como si les hubiese conocido, y no podía por más que lamentarlo, y temer a las fuerzas de la naturaleza tanto como a las del Maligno.

Pese a los infaustos recuerdos e inquietudes que aquella montaña, sempiternamente orlada por los nimbos, le trajese a la memoria, Tomassino se reponía al instante, con la ingenuidad propia de las mentes cándidas y simples. Si bien no era absolutamente analfabeto, escribía y leía a duras penas, pues había ocupado buena parte de su niñez en ayudar a su progenitor y a sus hermanos mayores en las faenas del campo y de la pesca, y cuando no, se hallaba al lado de su "mamma", consagrado a los menesteres culinarios.

Pedalada tras pedalada, había llegado ya a la ciudad, a la misma hora de siempre, pues si de algo se jactaba Tomassino, era de su extremada puntualidad. Nápoles se erguía orgullosa de su pasado glorioso, soberbia e indiferente a la decadencia y al deterioro causados por el paulatino abandono, y por la guerra que no hacía mucho se había librado entre sus calles. Todavía al doblar una esquina parecía resonar el eco de los taconazos de saludo de los alemanes o la musiquilla de una marcha militar fascista. Aún al anochecer, emergían de entre las sombras los fantasmas de soldados y oficiales, ora uniformados de pardo y ostentando brazales escarlata, estampados con esvásticas negras inscritas sobre círculos níveos,  ora ataviados de negro y ornados con calaveras blancas, saludando a la romana a un Duce al que ya habían devorado los gusanos. Y parecían oírse también, en las noches de tormenta, en lontananza, como en un esperanzador sueño, los cañonazos con que ingleses y americanos anunciaron su llegada. Todo aquello, todo aquel confuso horror, se había sucedido apenas unos años antes, pero la huella indeleble que dejan la destrucción y la miseria seguía arraigada de forma perenne en la conciencia de los lugareños, marcada a fuego en sus carnes, y en las piedras horadadas de sus edificaciones: pequeños y grandes butrones que el tiempo no había aún logrado cicatrizar.


Pintura: "Erupción del Vesubio", Giuseppe De Nittis  (1846-1884).

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sábado, 2 de junio de 2012

"ESTAMPA NAPOLITANA", 3ª parte


Tomassino Espósito pasó por delante de la "Stazione Circumvesuviana", aquélla a la que arribaban los trenes que procedían de la Costa de Amalfi en la que él habitaba. Después llegó a la vasta "Piazza Garibaldi", y de allí tomó la "Via A. Poerio", para después perderse en el dédalo de callejas próximas al "Duomo" o catedral, y realizar algunas compras de productos frescos para los almuerzos y cenas que debía preparar. Los tímidos regatos que aún corrían por las calles eran paladinos indicios de que había llovido copiosamente durante la noche, pero se evaporarían enseguida, pues a pesar de ser todavía una hora temprana, el sol ya empezaba a calentar e incrementaría su viveza a medida que avanzase la mañana, puesto que ya estaba pronta a llegar la canícula.

Se detuvo en la "Via dei Tribunali" - vía esta que ocupaba el primigenio trazado del "Decumanus Maximus" romano - ante la "Pescheria La Sirena", regentada por su amiga Angelina, y compró varios pulpos de pequeño tamaño, que se conservaban vivos en baldes de hierro esmaltado llenos de agua de mar, al objeto de mantener su frescura y calidad. También adquirió hortalizas, algunas verduras, salami y un jamón de Parma, en la tienda de otro de sus amigos, Gianni Moscati, con el que conversó animadamente por espacio de breves minutos. Cargó las mercancías en el cesto de la bicicleta, y en un par de grandes bolsas de lona que hubo de llevar colgadas a ambos lados del manillar.

Afortunadamente la carga no le incomodaba demasiado, pues ya no faltaba mucho para llegar a su destino. Pedaleó por la "Via del Duomo" en dirección norte hasta cruzar la "Via Luiggi Setembrini", y se plantó, raudo y veloz como una saeta, bajo la "Porta San Gennaro". Era ésta la más antigua de las puertas de la ciudad, mencionada ya en vetustos anales del año 928, cuando constituía el único punto de acceso a la muralla greco-romana desde la zona septentrional.

Con el tiempo, perdida ya la primitiva barbacana, la puerta había cambiado su fisonomía merced a numerosas reformas, y se trataba pues, de un arco que coronaba la calle que otrora conducía a las catacumbas del santo milagrero patrón de la urbe, cuya sangre, contenida en dos ampollas atesoradas en su capilla de la catedral, se licuaba dos veces al año, y de no hacerlo, presagiaba la llegada de calamitosos acontecimientos. La arcada mediaba ahora entre dos edificios enfrentados, como si de un puente tendido entre ambos se tratase. Una hornacina rectangular, centrada sobre la clave del arco, contenía una pintura al fresco representando a San Genaro arrodillado ante la majestad de Cristo.

Al pie de la "Porta San Gennaro", a su izquierda, bajo un vetusto toldo de desvaídas franjas bermejas alternadas con otras de un blanco amarillento, se situaba la "Pizzeria di Vicenzo e Luciano", un modesto pero impoluto local de comidas. Allí era donde Tomassino ejercía como gran maestre indiscutible de ese sancta sanctorum que constituía su cocina.

Arrimó la bicicleta a una de las desconchadas paredes del inmueble y su pituitaria percibió el aroma a jabón de Marsella que emanaba de las inmaculadas sábanas que colgaban por doquier, suspendidas de una parte a otra del callejón, zarandeadas por la brisa y acariciadas por el sol, que las hacía relucir mostrando su níveo esplendor. Entró en la pizzería cargado con las bolsas y paquetes, y su jefe, Luciano, que ya se encontraba en el interior, ultimando los detalles para abrir al público, le saludó cortésmente.

- Hola Tomassino, ¡buen día! ¿Traes todo?

- Hola, Don Luciano - saludó a su vez Tomassino-, ¡buen día! Sí, creo que no falta nada. Haremos un buen menú, Don Mario quedará encantado, como siempre.

- Sí, sí, como siempre, como siempre. - Respondió su patrón con la sonrisa en los labios mientras desempolvaba unas botellas de "chianti".

Luciano Di Stefano había heredado el negocio que su padre Vicenzo había fundado en 1910, y en el cual Vicenzo se ocupaba también de la cocina, pero tras el fallecimiento de éste, y en vista de que él no estaba dotado para detentar tal cargo, tomó a Tomassino a su servicio por recomendación expresa de Don Mario Pagano.

Tomassino dejó todo en el almacén, colgó su raída chaqueta de pana y su sombrero negro, y se puso una casaca y un gorro de cocinero almidonados e impecablemente blancos. Entro en la cocina, donde sus dos ayudantes, Gaetano y Michele, le esperaban, y les transmitió un jovial saludo.

- Hola, ¿cómo va todo? ¿Preparados para encarar bien el día?

- Sí, - le contestaron ellos al unísono - lo que tú digas, jefe.

Gaetano Parisi era un joven desgalichado, de cara larguirucha y macilenta dominada por una descomunal nariz aguileña, pero obediente y bien dispuesto para el trabajo. Michele Schialfa también era un muchacho hacendoso y servicial, pero, a diferencia de Gaetano, era de complexión fuerte y bien formado, de espaldas anchas y proporcionadas, como también lo eran sus facciones, viriles y hermosas: los ojos negros, grandes y almendrados, la boca de firme trazo, de gruesos labios bien delineados... Por él suspiraban de amor las féminas de medio vecindario.

Transcurrió la mañana entre bromas y chistes hilarantes, como era habitual entre Tomassino y sus pinches, elaborando pasta fresca, masa para las pizzas, salsa de tomate, pesto, guisando las verduras y legumbres para la minestrina, preparando los pulpitos para servir de antipasto, lonchando el prosciutto o jamón, y el salami, para incorporarlos a los diversos platos...

Y en esto llegó la hora del almuerzo y la clientela ya atestaba el comedor, e incluso la espaciosa terraza que se ubicaba frente a las portadas abiertas del restaurante y de la cocina. Luciano, el propietario, corría febrilmente de un lado a otro, ayudado por su esposa Claudia y su hija Silvana, que habían bajado, para tal fin, del apartamento que ocupaban en la planta primera del edificio; y entre los tres no daban abasto a servir las mesas. A veces era el propio Tomassino quien, saliendo por la puerta de la cocina, que daba directamente a la calle, y cuyas dos hojas permanecían siempre abiertas mostrando el interior de la misma, oficiaba de ocasional camarero portando una deliciosa pizza o un plato de humeante pasta.



Pintura: "Bodegón con pescados, cebolletas, pan y objetos diversos",  Luis Eugenio Meléndez  (Nápoles,  1716 - Madrid, 1780).  También llamado Luis  Egidio Meléndez,  fue un pintor de ascendencia española, ovetense, nacido en Nápoles.  Museo del Prado, Madrid.
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viernes, 1 de junio de 2012

"ESTAMPA NAPOLITANA", 4ª parte



Fue así como había visto por vez primera a su ángel. En aquella ocasión venía también del brazo de su madre, y ambas tomaron asiento ante la misma mesa que ahora ocupaban, justo a la derecha de uno de los batientes de la portada de la cocina. Siempre se instalaban en la misma mesa de hallarla disponible, con un ritual que solían repetir en cada una de sus visitas: la madre, una robusta y corpulenta mujerona, se sentaba primero, y seguidamente lo hacía la hija, que nada parecía haber heredado de ella, puesto que era grácil y esbelta cual cimbreante mimbre. La madre se despojaba del sombrero, desprendiendo previamente los alfileres que lo sujetaban a su pelo, y después le quitaba el de la hija, para, seguidamente, soltarle la frondosa cabellera sobre los hombros. La joven poseía un cabello ondulado y centelleante como una noche estrellada, de un profundo color ébano, que contrastaba vivamente con su rostro pálido y frágil, de una piel que ni la más fina seda de Oriente pudiera rivalizar en suavidad y tersura. Los enormes ojos rasgados, de felina mirada, los labios carnosos, sensuales, rojos como cerezas frescas y húmedas; y cuando sonreía, mostraba el marfil de sus dientes tan regulares, tan bien alineados, tan perfectos como los de los anuncios de dentífricos de los periódicos.

Y eso era lo que más le gustaba a Tomassino, verla sonreír, por eso procuraba servir él personalmente su mesa, y dedicarle también sonrisas con cada plato que le llevaba, para obtener a cambio una de las sonrisas que ella tímidamente esbozaba, un mohín, cualquier cosa, incluso quedarse extasiado admirando su inconmensurable belleza virginal y escurrir furtivamente la mirada, henchida de deseo, por entre el escote de ella, imaginando la rotundidad de sus formas, el buen tamaño de los mullidos pechos que los vestidos de livianas telas, tan ceñidos a su estilizado talle, permitían adivinar; la tonalidad y el perfil de sus ansiados pezones, que Tomassino imaginaba oscuros y sabrosos como el chocolate, y erectos como puñales que se clavaban en su cerebro con libidinosa furia, y le provocaban una lubricidad extrema, y descender, descender... ora vertiginosamente... ora con un vaivén cadencioso... entre espasmos de placer, hasta el abismo... hasta el infierno en que se abrasaría de amor e ígnea pasión por aquel ángel puro, su ángel, su niña...

Tomassino recordaba entre suspiros, que ya aquella primera vez que sus ojos tuvieron la dicha de encontrarla, se prendó como un poseso de su hermosura, y apartó de su mente la imagen de su esposa Concetta, que era, en lo tocante al físico, la antítesis de esta muchacha. Si la una, Concetta, era burda y tosca, la otra, su ángel, era de una finura sin parangón alguno, delicada como una flor, como una mariposa que al batir las alas le sedujese con su irresistible embrujo, y se pertrechara en lo más recóndito de su corazón. Ya entonces también la comparó con una de aquellas Venus marmóreas que su maestro, Don Vittorio, le enseñase en las fotografías de las enciclopedias al uso, de senos plenos y llenos, y de sexos impúdicamente descubiertos, prestos a ser palpados y poseídos con deleite, con fruición y complacencia, como se degusta un jugoso y dulce higo maduro. Así la deseaba Tomassino, así, con el ardor de un macho cabrío, pero también observaba un cierto melindre, como si tuviese miedo de dañar a aquel ser casi etéreo, a profanar su naturaleza cuasi divina.

Sabía que no era para él, lo sabía, no poseía apenas cultura ni instrucción, pero comprendía el alcance de sus limitaciones. Y además, se había establecido una feroz competencia entre sus compañeros, aun cuando éstos fuesen sus subordinados. Tanto Gaetano como Michele eran más jóvenes que él, e incluso el feucho y desgarbado Gaetano podría ser considerado un galán a su lado, y no digamos Michele, con su apostura y gallardía a flor de piel, y su experta manera de conquistar a las mujeres. De hecho, Michele no le quitaba el ojo a su ángel en cuanto la veía aparecer, y procuraba pavonearse ante ella, en la terraza, siempre que podía. Menos mal que él llevaba el mando de la cocina, y cuando veía a su amada, les imponía tareas a sus pinches para mantenerles entretenidos y alejados lo más posible de la joven.

A veces, Tomassino, que no había conocido nunca antes el amor, a pesar de estar desposado con su Concetta, a quien quería mucho, sin duda, pero por quien no sentía ni había sentido jamás pasión amorosa alguna, pronunciaba mentalmente el nombre de su niña: Sofía. Se llamaba así: Sofía. Desconocía su apellido, cómo se llamaba su oronda progenitora o dónde vivía, pero sabía eso: su nombre, su adorable nombre, lo conocía de labios de la madre de su ángel. Sofía, Sofía, Sofía -se repetía-, y no había para él palabra más sonora y almibarada, ni bálsamo más lenitivo. Las sílabas tintineaban en sus oídos cual monedas de plata cuando las vocalizaba en voz alta, embelesado, arrebatado con el recuerdo de su hurí de ojos y cabellos zaínos, de su idolatrada diosa sureña.

Y ella, su Sofía, se hallaba ahora allí, sentada sobre el borde de la silla, con el tronco y el cuello maravillosamente erguidos, en aquella postura tan elegante y afectada que solía adoptar, mientras su madre interrogaba a Don Luciano sobre las novedades culinarias del día. Tomassino la observaba de soslayo, encandilándose cada vez más con su candorosa y refinada imagen de cisne. Él intuía, sabía, que tras su altiva apariencia se escondía la candidez de una vestal carente de máculas.


Pintura: "Primavera", William Adolphe Bouguereau  (1825 - 1905).
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